Para el niño interior

Recuerdo claramente un día, hace varios años, sufriendo de la espantosa alergia que me aqueja hacia las sulfas, llena de ronchas gigantes y bañada en Caladryl, estaba sentada en el sillón del cuarto de mi abuelita. Sin ir a la escuela, sin poder moverme, y obviamente, con una comezón intolerable siempre en potencia, estaba frente a la única tele que tenia una videocasetera BETA.

Y vi mi película favorita de Disney: El Libro de la Selva. Seguramente la vi cerca de 6 veces, antes de que llegaran mis papás a llevarme de regreso a mi casa.

Me sabía los diálogos de memoria, cantaba las canciones y lloraba cada vez que Baloo parecía morir.
Mi papá me preguntó varias veces que porqué seguía llorando si ya sabía que en realidad no se había muerto. No tengo la respuesta.

Lo que si se es que a diferencia de cualquier otra niña, a mi no me gustaban las películas de princesas. No me gustaban las barbies, prefería mis ponies y hasta dinosaurios. Ame locamente El Libro de la Selva, y varios años después, El Rey León.
Obviamente, la última vi en el cine. La otra hubiese sido imposible, dado que se estreno a finales de los 60.

Y la semana pasada pude ver El Libro de la Selva en el cine.

Fue la realización de la niña gorda que llevo en mi interior y que sufre cada vez que no como postre y todas las porquerías que se le antojan. La que no sabe a dónde correr ahora que empecé un programa de ejercicio mensual del que parece que no lograré salir.

La que sigue cantando “Busca lo mas vital nomás” o “Dubidu, yo quiero ser como tú”, y tiene las canciones en su iPod.

Estar en una sala de cine repleta de niños que se reían cuando yo me reía, me resultó un poco creepy. Por mi. La mujer loca de 34 años que va a ver al cine una película de niños, y se sabe los diálogos… Creepy.

Eso fue lo que me llevó a la meditación del niño interno. Los últimos años, mi niña interna ha tenido que pasar largos ratos encerrada, y vivió un momento enorme en esa sala de cine, escuchando a Tin Tán y Luis Manuel Pelayo, como Baloo y Bagueera.
Debo confesar que volví a llorar cuando el oso caía presa del ataque de Sheer Khan, el tigre.

Una vez mas, no tengo la respuesta.

No supe si fue la niña interna, o la softy llorona insufrible en la que me he convertido.

Quiero pensar que fue la primera.

También quiero agregar que las actividades para el niño interno hacen la vida increíblemente mas feliz. El mercado de la nostalgia tiene un porqué.

Pero, in all honesty, los momentos que te hicieron muy feliz de niño, te vuelven a hacer feliz de adulto y puede que un poco mas. Porque puedes disfrutarlo un poco mas, porque entiendes mas cosas, porque has tenido mas revelaciones de todo aquello que como niño no acababas de entender.

Y te da esa alegría sin razón que como infante tienes en todo momento.

Eso vale todo el creepyness del mundo.

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